Dos años y medio después de llegar a Finlandia desde una comarca latinoamericana, Eva decide invertir una hora diaria en el aprendizaje del idioma local.
Hoy tiene su clase privada con Riikka, maestra de idiomas en la Universidad de Helsinki.
Durante la noche cayó una nevada ligera, cosa usual en enero.
Eva sale de su departamento —localizado en una unidad
habitacional de cuatro edificios localizada en Kivenlahti—, cierra la puerta
con llave, consulta su celular y se entera de que la temperatura es de dos
grados sobre cero, aunque los últimos días ha estado a menos cinco. Oprime el
botón del elevador —vive en el octavo piso del edificio— y mientras lo espera
abre en su teléfono la aplicación que contiene el itinerario de autobuses correspondiente
a la parada de Aalto.
El programa funciona con lentitud hoy.
El elevador llega. Eva entra, oprime sin apenas pensarlo el
botón correspondiente a la planta baja y clava su atención en la pantallita del
Nokia 920 que por fin le muestra varias paradas cercanas. «Porquería de aplicación»,
piensa. «La versión anterior funcionaba mejor; yo no sé qué se figuran los
diseñadores con estas supuestas mejoras. Ahora no sé cuál de estas opciones es
la mía. Y este mapita no es nada práctico. Mmm, a ver si esta es mi parada...
Líneas 150, 65, 12… ¡No, no es la mía! Ha de ser esta otra… ¡ Me lleva Pifas,
tampoco es! No me quedará más remedio que esperar hasta que llegue el autobús,
a la hora que sea. Ojalá que esté en la parada la señora que hace pasteles y
que vive en el edificio C. Si no está, le hablaré por teléfono para preguntarle
sobre su marido enfermo y para encargarle un pastel. Sorprenderé a mi maestra
la próxima vez con esa golosina. Y bien, programita de morondanga, ¿acabarás
por informarme sobre los itinerarios o … ? ¡Ah, caray! ¿Cómo llegué aquí?»
Eva se encuentra frente al lugar donde los vecinos depositan
la basura, camino hacia la calle donde piensa tomar el autobús. Pero no tiene
conciencia en absoluto de haber llegado a la planta baja en el elevador, ni de
haber abierto la puerta de este, ni de haber caminado por el pasillo del
edificio hacia la puerta, ni de haberla abierto para salir, ni de haber
caminado por la rampa cuesta arriba para tomar la vereda y la escaleras hacia
la parada del autobús. ¡Y ese pasillo habrá estado repleto de cuanta cosa
necesita el personal para efectuar los trabajos de renovación mayor de cañerías
y cableado eléctrico que se están efectuando en el edificio!
La perplejidad la congela unos segundos. «Pero si estaba en
el elevador y de repente estoy a cien metros, frente al basurero, sin darme
cuenta. ¿Qué pasó ? ¿Cómo llegué? ¿Qué cosa me trajo aquí?»
Sin tener respuesta al rompecabezas y acuciada ya
por las prisas, cierra su celular, lo guarda en la bolsa exterior de su abrigo,
estudia los charcos de aguanieve que se interponen entre ella y las escaleras,
elige el que le parece menos grande, se impulsa un poco y da un saltito para caer del otro lado con la pierna derecha. Bajo el
aguanieve hay una fina capa de hielo y las botas tienen suelas antiderrapantes,
pero eso no impide que Eva resbale hacia las escaleras. Trastabilla y manotea
tratando de equilibrarse. En un momento dado se da cuenta de que la caída es
inevitable y trata de rotar el cuerpo para
amortiguar el golpe. La orilla de la escalera produce un resbalón extra
que nulifica la rotación contemplada. Eva vuela de espaldas sin control —sin
saber que en dos segundos se romperá la base del cráneo en el filo del segundo
escalón y que pasará del miedo a la nada prácticamente sin dolor— y va cayendo,
manoteando, cayendo, cayendo…
Y al llegar a la planta baja, el elevador se sacude un poco frente
a ella. Eva entra y de repente tiene una premonición incierta. Alguien ha
desgarrado un poco el papel protector que los trabajadores encargados de la
renovación del edificio han colocado sobre el espejo que hay en una de la
paredes del elevador y en él se refleja su imagen con el ceño fruncido; la
muchacha se domina: cierra el lento celular, recompone su imagen, realinea las
cejas y abre la puerta.
Agachado, atento a los cables de un tablero eléctrico, uno
de los ingenieros se afana en colocar cada uno en su sitio.
«Hei», le dice Eva, a manera de saludo, para practicar sus
habilidades con la lengua vernácula.
Sabe que en Finlandia eso significa «¡Hola! ¿Cómo está
usted? ¡Tanto tiempo sin verlo! ¿Qué le parece el tiempo últimamente? ¿No es
triste tanta oscuridad en invierno? ¿Qué razón me da de su familia?»
«Aquí, pasándola, señorita, no puedo quejarme; el tiempo
sigue igual, ¿no es cierto? Solo la familia va creciendo», es lo que el
electricista le responde, en impecable finlandés, con otro simple: «Hei».
Eva se despide y lo deja a sus labores, y sabiendo cómo se
dice en estas latitudes «¡Caramba, fue todo un gusto verlo! Espero que siga
usted tan risueño y feliz como siempre; le encargo que salude a la familia de
mi parte, ¡y adiós, que le vaya bien!», se atreve a ejercitar su finlandés y le
dice: «Hei hei».
Para llegar del elevador a la puerta del edificio Eva sortea
equipo, material, tubos de metal y rollos de papel que han dejado por todas
partes los trabajadores y toma nota mental para quejarse al respecto con Kari,
el jefe de los ingenieros. «¡Se ve horrible el pasillo!»
Ya afuera, advierte que siguen desnudos los abedules y que
todo está anegado de aguanieve; saca de nuevo el celular a fin de verificar si
la aplicación de las paradas funciona mejor al aire libre, pero se encuentra
con la señora Miélonen y no puede corroborar el dato.
—Hei —le dice, en tono afable— ¿Cómo sigue su marido? ¿Ya
salió del «estado de imbecilidad», como usted lo llama, al que lo llevó el
Rosuvastatín?
—Hei, ¿cómo estás hija? No, fíjate que sigue muy distraído. Pero
su colesterol está bien. Ahora no sé si tiene demencia por viejo o si solo le
falla la memoria. Lee y lee el mismo libro y se muere de risa como cualquier
chamaco. Es una especie de historia del mundo de un tal Barnes. Pero lo lee
como si nunca lo hubiera hecho y ya lleva cuatro veces.
—Entonces está en paz y ahorra dinero: puede divertirse con
un solo libro.
—Y como lo veo, ¡con un capítulo tiene para rato! Es uno donde
una bola de comejenes carcomen las patas de una silla; luego se sienta un alto personaje
de la iglesia que, claro, se cae y queda loco.
— ¡Qué barbaridad! Espero que hayan excomulgado a esos
animálculos. Bueno, señora, aquí me despido; voy a la parada del autobús. ¡Hei
hei!
— ¡Hei hei!
Entonces Eva activa el celular y toma la bifurcación a la
derecha. Al pasar frente a la puerta del depósito de basura vuelve a verse
asaltada por el difuso presentimiento que la asaltó en el elevador. Le resulta
incómodo no poder delinearlo. «Esto puede ser un simple caso de dejà vu; inútil esforzarse por encontrar
la causa» se dice a sí misma. «Ya lo pensaré después. Por ahora, hay que
sortear este charco».
Cierra entonces su celular, lo guarda en la
bolsa exterior de su abrigo, estudia los charcos de aguanieve que se interponen
entre ella y las escaleras, elige el que le parece menos grande, se impulsa un
poco y da un saltito…